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"Nada podemos esperar sino de nosotros mismos"   SURda

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29-03-2013

 

 

 


¿Cuál es el régimen económico de la Argentina actual?



 

 

SURda

 

Economía


Rubén M. Lo Vuolo



Argentina se presenta oficialmente como una versión exitosa de política económica heterodoxa gracias a un período inédito de alto crecimiento. Sin embargo, ese logro oculta los serios problemas derivados de la política económica aplicada, problemas que amenazan la continuidad del crecimiento y las mejoras en la distribución del ingreso. La alta y persistente inflación es la señal más visible, pero no la única, que advierte sobre la necesidad de correcciones.

Pese a que los voceros oficiales proclaman que últimamente se estaría profundizando el modelo de la pos convertibilidad, lo cierto es que poco queda del régimen macroeconómico de los primeros años posteriores a la crisis de 2001-2002. En aquella etapa, la economía funcionaba con tipo de cambio alto, precios relativos favorables a la competitividad, superávits gemelos (fiscal y externo), política monetaria atenta a la absorción de base monetaria e inflación moderada. Casi todos estos elementos hoy han desaparecido. En su lugar observamos un esquema desarticulado de política macroeconómica, combinado con medidas parciales reactivas y desatentas a las enseñanzas de la historia argentina y del propio pensamiento económico heterodoxo.

Los problemas acumulados

Superado el salto inicial de la fuerte devaluación de inicios de 2002, la inflación se mantuvo baja como resultado de una serie de condiciones excepcionales: capacidad productiva ociosa, fuerte caída de los salarios reales y congelamiento de las tarifas de servicios públicos. Si bien en 2003 la tasa de inflación alcanzó el 3,7% anual, en 2004 duplicó esa cifra y volvió a duplicarse en 2005 hasta superar el 12%. El control sobre ciertos precios permitió un freno transitorio en 2006, pero luego la inflación volvió a acelerarse.

En lugar de reaccionar frente a lo evidente, la respuesta fue la intervención del INDEC ordenada a inicios de 2007. Junto con la persecución y represión a personal del organismo, se impidió el acceso del público a las fuentes de información primarias y se inició la manipulación de las estadísticas oficiales. De allí en más resulta imposible estimar indicadores confiables y comparables con el pasado de inflación, distribución del ingreso, pobreza, etc. En 2008 la manipulación alcanzó también a los indicadores de actividad industrial y de cuentas nacionales, con una tendencia a sobreestimar el nivel de actividad y el PIB. Pese a que años después se volvió a habilitar el acceso a ciertas bases de datos, los cambios metodológicos y los vacíos de información vuelven imposible cualquier comparación. Lógicamente, la ausencia de un sistema estadístico oficial confiable dejó a los agentes económicos a merced de informes privados y especulaciones de todo tipo.

En este escenario, desde el tercer trimestre de 2007 comenzó a observarse un proceso de fuga de capitales (casi US 4.800 millones en ese trimestre hasta un pico de cerca de US 8.100 en el segundo trimestre de 2008), que sólo se detuvo temporalmente hacia la segunda mitad de 2010, para volver a repuntar luego. Ese mismo año se empezó a apreciar el tipo de cambio multilateral (indicador que se calcula ponderando la relación de cambio con los principales socios comerciales del país y que da una mejor idea de competitividad que, por ejemplo, la relación con el dólar). Pese a algunos intentos del Banco Central por evitar esa apreciación, la inflación y las devaluaciones de algunos socios comerciales del país no lo permitieron: a fines de 2008 el tipo de cambio multilateral se había apreciado cerca del25% con respecto a 2006.

El 2007 también marcó un cambio en la política monetaria. Hasta mediados de ese año, la política oficial se preocupaba por preservar el nivel del tipo de cambio, haciendo subir las reservas y esterilizando la oferta monetaria con títulos. Pero de aquí en más el Banco Central se dedicó a financiar la expansión fiscal en un contexto de aceleración inflacionaria, abandonando el objetivo de sostenimiento del tipo de cambio competitivo.

Ninguno de estos cambios de política se explica por la crisis internacional de 2008-2009. Como el país estaba desenganchado de los mercados financieros internacionales, el impacto no fue importante en este sentido. Por otra parte, los precios de las commodities con peso en las exportaciones cayeron moderadamente, por lo que la crisis se sintió básicamente en el comercio exterior. En este marco, la explicación de la caída del PBI en 2009 (las cifras oficiales dan un número levemente positivo) hay que buscarla en la política económica doméstica, incluyendo la que define la inserción de la economía local en los mercados internacionales, más que en la crisis internacional. La crisis y la caída de la demanda global potenciaron problemas que ya existían en la economía local.

Frente a esta caída, se respondió correctamente mediante diferentes estímulos fiscales. Pero esta reacción anti-cíclica se convirtió en el inicio del deterioro sistemático del superávit fiscal primario que había alcanzado poco más de 3% en 2008 y que, como señalamos, era uno de los ejes de la macroeconomía de los años anteriores. Este deterioro se sostuvo pese al aumento de la presión tributaria y al uso de fuentes “extras” para financiar al Tesoro; en especial, los fondos de la seguridad social y las permanentes transferencias del Banco Central (uso de reservas, adelantos transitorios, adelantos de ganancias, etc.).

La economía volvió a crecer en 2010-2011, pero la fuga de capitales se retomó y comenzó a deteriorarse la cuenta corriente de la balanza de pagos. A las crecientes importaciones de una estructura productiva dependiente de los recursos naturales y con fuerte tendencia a importar insumos y bienes de capital, se sumaron las importaciones de combustibles, cada vez más exigentes. Cuando la tendencia al deterioro de la balanza comercial y la fuga de capitales se consolidó, el gobierno decidió restringir discrecionalmente las importaciones y el acceso a las divisas de los agentes económicos. Y la economía volvió a frenarse en 2012, con cifras oficiales levemente positivas y cálculos privados que vuelven a mostrar valores negativos.

¿Y la heterodoxia?

Estos procesos, y la política oficial desplegada frente a ellos, no pueden considerarse como un sistema eficaz de regulación heterodoxa de la economía. Argentina creció pero al costo de las siguientes tendencias: retraso cambiario, deterioro fiscal, distorsión de precios relativos, fuga de capitales, caída del superávit de cuenta corriente, alta inflación, expansión monetaria que convalida y realimenta estos procesos y, por último, un control del mercado de cambios que derivó en un mercado paralelo cuya brecha con el oficial se amplía. Por el lado de la oferta también se observan problemas serios. La economía creció, pero persiste una estructura productiva basada en recursos naturales que se acentuó por la explotación de recursos minerales de probado impacto negativo en el medioambiente, al tiempo que se agravaba la crisis energética. A esto se suma la pérdida de competitividad de las actividades industriales y de servicios (sobre todo dinámicos) y la creciente concentración económica.

Un ejemplo de la desarticulación y parcialidad de las políticas implementadas son las recientes medidas en el sector externo. Es cierto que, con las restricciones a las importaciones y el control del mercado de divisas, se logró revertir el déficit de la balanza comercial en 2012, pero a costa de una disminución del crecimiento y la inversión, una caída de empleo, subas en los costos de producción y una pérdida general de competitividad de la economía. La construcción sufrió la baja más importante de la última década, pero también cayeron los volúmenes físicos de los bienes de capital importados y se contrajo la inversión pública, en particular las obras viales y de infraestructura (la excepción es la construcción petrolera). Hasta la inversión agropecuaria bajó casi un tercio con respecto a 2011,pese a la mejora de los precios internacionales. Las políticas de fomento para las pymes no tuvieron un impacto relevante en este escenario, al que cabe sumar los ajustes fiscales en las provincias, la reducción del valor real de los beneficios sociales, la permanencia de un sistema tributario regresivo, la mayor concentración económica, etc.

Sucede que las medidas adoptadas atentan contra un principio básico de la política macroeconómica heterodoxa: el uso coordinado de las políticas monetaria y fiscal para estabilizar el valor monetario de la demanda doméstica en una tendencia predecible para los agentes económicos. Esto resulta esencial para sostener la actividad controlando la inflación dentro de márgenes que no afecten la credibilidad en la moneda local, requisito esencial para estabilizar la economía y estimular la inversión. El empuje fiscal al consumo puede ser temporal, pero una correcta política heterodoxa no recomendaría financiar monetariamente el gasto fiscal creciente cuando se empieza a erosionar la confianza en la moneda nacional, se acentúa la fuga de capitales y caen las inversiones (incluso en sectores de infraestructura pública). Y mucho menos en un país de memoria inflacionaria fresca, donde los agentes económicos utilizan el dólar no solo como resguardo de valor sino incluso para transacciones corrientes.

La cuestión es, en el fondo, de concepción económica. Para la heterodoxia, la función de la moneda no es meramente instrumental, como piensan los economistas ortodoxos, sino que es clave para la integración social y la consolidación de la autoridad pública. La moneda es un símbolo que representa y hace efectivo el acuerdo por el cual los ciudadanos delegan al Estado la potestad de constituir un sistema social para saldar los créditos y deudas recíprocos. Si no hay confianza en el valor de la moneda y la población busca sustitutos es porque no tiene confianza ni en la política económica ni en la autoridad pública que la lleva adelante. Así como los agentes económicos relevantes no utilizan las cifras del INDEC, tampoco van a usar la moneda local para valorizar sus expectativas y decisiones si la misma no cumple con sus funciones básicas, y entonces sólo la utilizarán para las transacciones que legalmente pueden ser sancionadas. Pero obligar al uso de la moneda local para aquellas transacciones que pueden ser fiscalizadas no implica recuperar la confianza en esa moneda.

Por lo mismo, es impensable que un control administrativo de los precios o del mercado de cambios pueda contrarrestar la potencia de los desajustes macroeconómicos. Aún si estuvieran bien coordinadas, que no lo están, estas medidas son ineficaces para controlar la inflación y recuperar la confianza en la moneda frente a una desarticulación de la política macro, sobre todo cuando los agentes buscan dolarizar sus tenencias y los consumidores pierden noción de los precios en una maraña de descuentos, financiamientos y canales múltiples de comercialización.

Más coordinación

Si no se corrigen las inconsistencias macroeconómicas, es muy probable que el escenario evolucione cada vez más hacia ajustes ortodoxos. De hecho, ya se observan varios síntomas. Junto con un freno de la economía el año pasado, se destacan las presiones para limitar las negociaciones paritarias de salarios, los recortes y la disminución de coberturas de beneficios como asignaciones familiares, el aumento de la carga tributaria sobre los ingresos más bajos mientras siguen exentas las rentas financieras y las ganancias de capital, y las presiones para ajustes fiscales en provincias y municipios, entre otras cuestiones.

 Para evitar que se sigan profundizando estos ajustes es necesario, en primer término, cortar las expectativas inflacionarias terminando con la intervención del INDEC y recomponiendo la confianza en las estadísticas oficiales. En segundo lugar, es imprescindible coordinar las políticas monetaria y fiscal para que actúen contrabalanceándose en el objetivo de bajar la inflación: la experiencia indica que, dado el deterioro de la confianza en la moneda, la política fiscal (de ingresos y gastos) debería ser más efectiva que la monetaria. Y en tercer lugar hay que prestar más atención a los destinos del gasto al momento de sostener el valor monetario de la demanda.

 El tema es crucial. El valor monetario de la demanda efectiva surge de cuatro categorías de gastos: los realizados por el gobierno en bienes y servicios producidos domésticamente, excluyendo las transferencias al sector privado (como intereses pagados por la deuda, subsidios, transferencias de ingresos a las personas, etc.); los gastos públicos en transferencias al sector privado; los gastos del sector privado en inversiones; los gastos del sector privado en consumo.

 De los cuatro tipos de gastos que componen la demanda, sólo el primero puede ser controlado directamente por el gobierno. Esto incluye erogaciones que afectan directamente el empleo y el bienestar de la población (salud, educación, infraestructura social, transferencias de beneficios sociales, etc.). Se trata de gastos que se realizan en actividades con poca competencia externa, que crean empleo y generan comprobadas “externalidades” para la competitividad del conjunto del sistema económico. Así mismo, el gasto público tiene que apuntar a la inversión capaz de modificar la estructura productiva y la inserción internacional del país, que es lo que tensiona la balanza comercial. En cambio, las transferencias al sector privado son menos eficientes (más allá de las que responden a beneficios sociales). Por lo tanto, hay que aumentar las transferencias sociales y reducir los subsidios a empresas, muchos de los cuales en realidad sustituyen otras posibles fuentes de financiamiento. Por último, el Estado tiene enormes dificultades para controlar el destino de los gastos de consumo e inversión del sector privado. Se puede ejercer “influencias” u “orientaciones” desde la política económica, pero en una economía de mercado las mismas tienen que ser consistentes y orientadas por una estrategia conocida. Y sobre todo tienen que generar expectativas favorables a la inversión, que sigue siendo en su mayor parte privada.

La sintonía fina que exige una política heterodoxa no pasa por controles de precios en bocas de expendio al consumo, que no transmiten sinergias positivas al resto de la economía. Otras regulaciones serían más relevantes. Por ejemplo, en términos generales puede decirse que un conjunto que combine bajas tasas de interés para el crédito a la inversión y altas tasas de interés para el consumo es preferible a uno inverso. Es mejor penalizar la renta financiera que los salarios bajos, los ingresos altos que el ahorro del público. La reforma tributaria tiene que construir un sistema que, además de ser progresivo, permita también regular la demanda (por ejemplo alentando o penalizando ciertos consumos, modificando tasas marginales de los distintos tramos de ingresos, etc.).

En síntesis, la coordinación monetaria y fiscal no debe inflar permanentemente la economía, sino actuar de forma anticíclica. No debe empujar hacia tasas máximas de crecimiento generando desbalances macroeconómicos, no debe ignorar la calidad y el destino en la asignación del gasto público, no debe favorecer el consumo en desmedro de la inversión reproductiva y las innovaciones tecnológicas que aumenten la productividad, no debe profundizar una economía basada en recursos naturales. La mayor productividad no puede depender de la mayor explotación de la fuerza de trabajo sino de la productividad de la inversión; de lo contrario tarde o temprano se termina en un espiral salarios-precios, o sea en ajustes de ingresos que perjudican a los sectores más vulnerables. La concentración económica tampoco favorece el cambio de estructura productiva y la competitividad sistémica.

El riesgo del ajuste ortodoxo

Argentina ha crecido durante años con algunos frenos. Pero para ello dejó que se acumulen desbalances que ya no pueden resolverse con medidas sectoriales, que amenazan la continuidad del crecimiento y las mejoras distributivas, al tiempo que favorecen ajustes ortodoxos. Para evitar estas tendencias hay que recomponer un sistema de políticas heterodoxas consistentes e integradas, que alienten expectativas favorables a la inversión, bajen gradualmente la inflación, recuperen la solidez fiscal, mejoren la estructura tributaria y orienten eficazmente el gasto público.

Y para eso es necesario también un cambio urgente en la calidad institucional. Son las visiones económicas liberales las que dejan que los ajustes se provoquen por confrontación de poder en los mercados (incluyendo al mercado político). Los países que han logrado sostener en el tiempo estrategias heterodoxas, con creciente bienestar de la población, son aquellos en donde capital, trabajo y Estado coordinan y acuerdan políticas de largo plazo que todos respetan. 

Rubén M. Lo Vuolo es Director académico del Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas.


Le Monde Diplomatique (edición argentina) marzo 2013


 
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